Notas relevantes de la Iglesia: Reflexión y Profundización

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1. Un nuevo ciclo de catequesis: la Iglesia en el Credo

Hoy iniciamos un nuevo ciclo de catequesis centrado en la Iglesia, tal como la proclamamos en el Credo niceno-constantinopolitano: “Creo en la Iglesia una, santa, católica y apostólica”. Tanto este Credo como el anterior, conocido como el de los Apóstoles, vinculan de manera directa la verdad sobre la Iglesia con el Espíritu Santo: “Creo en el Espíritu Santo (…) Creo en la santa Iglesia católica”.

Esta relación entre el Espíritu Santo y la Iglesia tiene una lógica profunda, que santo Tomás de Aquino explica al inicio de su catequesis sobre la Iglesia: así como en una persona hay un solo cuerpo y un solo alma, aunque el cuerpo tenga muchos miembros, de igual modo la Iglesia católica es un solo cuerpo con muchos miembros, y el alma que le da vida es el Espíritu Santo. Por eso, después de profesar la fe en el Espíritu Santo, se nos invita a creer en la santa Iglesia católica (ver In Symbolum Apostolorum Expositio, art. 9).

2. Las “notas” de la Iglesia: una, santa, católica y apostólica

El Credo niceno-constantinopolitano describe a la Iglesia con cuatro características esenciales: una, santa, católica y apostólica. Estas son las llamadas “notas” de la Iglesia, que merecen una explicación introductoria, aunque en futuras catequesis profundizaremos en cada una de ellas.

Veamos cómo han abordado este tema los dos últimos Concilios. El Concilio Vaticano I se refiere a la unidad de la Iglesia con palabras descriptivas: el Pastor eterno decidió edificar la Santa Iglesia para que todos los fieles estuvieran unidos en una sola fe y caridad, como en la casa del Dios vivo (ver DS 3050).

Por su parte, el Concilio Vaticano II afirma que Cristo, único Mediador, instituyó y sostiene en la tierra a su Iglesia santa, una comunidad de fe, esperanza y caridad, como una realidad visible. Además, enseña que la Iglesia terrenal y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales forman una realidad compleja, compuesta de un elemento humano y otro divino. Esta es la única Iglesia de Cristo que confesamos en el Credo (Lumen Gentium, 8). El Concilio también enseña que la Iglesia es, en Cristo, como un sacramento, es decir, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de toda la humanidad (Lumen Gentium, 1).

La unidad que proclamamos en el Credo pertenece a la Iglesia universal, y las Iglesias particulares o locales participan de esa unidad. Desde los primeros días, especialmente desde Pentecostés, la unidad ha sido reconocida como una propiedad esencial de la Iglesia, no solo como un ideal futuro. Aunque la historia pueda estar marcada por esfuerzos de reunificación, la verdad fundamental permanece: “Un solo cuerpo y un solo espíritu, como una es la esperanza a la que habéis sido llamados” (Ef 4, 4). Esta es la verdad que profesamos: “Credo unam (…) Ecclesiam”.

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3. Unidad y desafíos en la historia de la Iglesia

A lo largo de la historia, la Iglesia ha experimentado tensiones y desafíos que han puesto a prueba su unidad. Desde los primeros tiempos, los apóstoles, y en particular san Pablo, hicieron llamados a la unidad, preguntando incluso: “¿Está dividido Cristo?” (1 Cor 1, 13). Estas divisiones reflejan la tendencia humana a la confrontación, como si se quisiera perpetuar la dispersión simbolizada en la historia bíblica de Babel.

Sin embargo, los pastores y padres de la Iglesia han insistido siempre en la importancia de la unidad, inspirados por Pentecostés, que contrasta con Babel. El Concilio Vaticano II señala que el Espíritu Santo, que habita en los creyentes y guía a toda la Iglesia, realiza esa admirable unión de los fieles y los une estrechamente en Cristo, quien es el principio de la unidad eclesial (Unitatis redintegratio, 2). Reconocer hoy que el Espíritu Santo impulsa todos los esfuerzos sinceros por superar las divisiones y promover la unidad de los cristianos (ecumenismo) es motivo de alegría, esperanza y oración para la Iglesia.

4. La santidad de la Iglesia: origen, medios y misión

En el Credo también afirmamos que la Iglesia es “santa”. Esta santidad proviene de su origen y de su institución divina. Cristo, santo por excelencia, fundó la Iglesia y, mediante su sacrificio en la cruz, obtuvo para ella el don del Espíritu Santo, fuente inagotable de santidad y fundamento de su unidad. La Iglesia es santa por su finalidad —la gloria de Dios y la salvación de la humanidad— y por los medios que utiliza para alcanzar ese fin, medios que contienen la santidad de Cristo y del Espíritu Santo: la enseñanza de Cristo, el mandamiento del amor, los siete sacramentos, la liturgia (especialmente la Eucaristía) y la vida de oración. Todo esto constituye un orden divino de vida, en el que el Espíritu Santo actúa a través de la gracia y los carismas, enriqueciendo a los creyentes para el bien de toda la Iglesia.

Esta verdad fundamental, confesada en el Credo y ya presente en la carta a los Efesios, se explica así: “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla” (Ef 5, 25-26). La santificó derramando su Espíritu, como enseña el Concilio Vaticano II: “El Espíritu Santo fue enviado el día de Pentecostés para santificar indefinidamente la Iglesia” (Lumen Gentium, 4). Aquí radica el fundamento de nuestra fe en la santidad de la Iglesia. Las múltiples formas en que esta santidad se manifiesta en la vida de los cristianos y en la historia son una confirmación continua de la verdad que profesamos. Muchos miembros de la Iglesia viven en estado de gracia y algunos alcanzan la santidad en grado heroico. La Iglesia se alegra al reconocer y exaltar la santidad de tantos siervos y siervas de Dios que permanecieron fieles hasta el final. Esto es, en cierto modo, una respuesta social a la presencia de los pecadores y una invitación para todos a seguir el camino de los santos.

No obstante, la santidad es un don que pertenece a la Iglesia por su institución divina y por la continua efusión de dones del Espíritu Santo sobre los fieles y sobre todo el “cuerpo de Cristo” desde Pentecostés. Esto no excluye que, como enseña el Concilio, la santidad sea también una meta personal para cada creyente, siguiendo el ejemplo de Cristo (ver Lumen Gentium, 40).

5. La catolicidad: universalidad de la Iglesia

Otra de las notas que profesamos es la “catolicidad” de la Iglesia. Por su institución divina, la Iglesia es “católica”, es decir, universal. El término griego kathólon significa “que abarca todo”. San Ignacio de Antioquía fue el primero en emplear este término, escribiendo a los fieles de Esmirna: “Donde está Jesucristo, allí está la Iglesia católica” (Ad Smirn, 8). Esta definición, de raíz evangélica, ha sido repetida por la tradición de los Padres y Doctores de la Iglesia hasta el Concilio Vaticano II, que enseña que la universalidad es un don del Señor, por el cual la Iglesia tiende a reunir a toda la humanidad bajo Cristo, en la unidad de su Espíritu (Lumen Gentium, 13).

La catolicidad es una dimensión profunda, basada en el poder universal de Cristo resucitado (ver Mt 28, 18) y en la acción universal del Espíritu Santo (ver Sab 1, 7), y fue conferida a la Iglesia desde su origen. La Iglesia fue católica desde el primer día de su existencia, en Pentecostés. Ser universal significa estar abierta a todos los pueblos y culturas, superando cualquier límite espacial, cultural o religioso. Jesús confió a los Apóstoles el mandato supremo: “Id y haced discípulos a todas las naciones” (Mt 28, 19), y les prometió: “Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hech 1, 8). La universalidad es, por tanto, una propiedad constitutiva de la Iglesia, no el resultado de la suma de Iglesias particulares. Por su origen divino, es objeto de la fe que profesamos en el Credo.

6. La apostolicidad: fundamento y misión de la Iglesia

Finalmente, confesamos con la misma fe que la Iglesia de Cristo es “apostólica”. Esto significa que fue edificada por Cristo sobre los Apóstoles, de quienes recibió la verdad revelada. La Iglesia es apostólica porque conserva y custodia fielmente esta tradición como su tesoro más valioso.

Los sucesores de los Apóstoles, asistidos por el Espíritu Santo, son los custodios designados de este depósito. Sin embargo, todos los creyentes, unidos a sus pastores legítimos y, por tanto, a toda la Iglesia, participan de la apostolicidad, es decir, de su vínculo con los Apóstoles y, a través de ellos, con Cristo. Por eso, la Iglesia no se reduce solo a la jerarquía eclesiástica, aunque esta sea su estructura institucional. Todos los miembros de la Iglesia, pastores y fieles, están llamados a desempeñar un papel activo en el único pueblo de Dios, que recibe el don de la comunión con los Apóstoles y con Cristo, en el Espíritu Santo. Como dice la carta a los Efesios: “Edificados sobre el cimiento de los Apóstoles y profetas, siendo Cristo la piedra angular, estáis siendo edificados juntos para ser morada de Dios en el Espíritu” (Ef 2, 20.22).

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